Por Camilo Leiva Jiménez
En el afán de encontrar una definición propia de lo que es la música para mi tesis, es que me he puesto a escribir y reflexionar en torno a cuatro experiencias musicales, que he vivido en los últimos diez años de mi vida, donde la música fue cada vez más importante. Este escrito, a diferencia de los otros presentes en este blog, nace solamente desde el corazón y sin un fin académico. Así mismo, no están totalmente relacionadas con el contenido de este blog, puesto que solo dos de las experiencias relatadas se relacionan con la cultura tradicional. Tal vez son microetnografías de lo percibido durante el desarrollo de estas cuatro historias, o simplemente recuerdos de un loco apasionado por el arte de Euterpes. Sin más que acotar, pasemos a este escrito.
En la Picá 'e la Yasna.
“El almuerzo empieza a las 13, y no se sabe a qué hora termina”, me advierten por teléfono al invitarme a la picá'. Preparado para la zandunga, enfilo los pasos hacia aquel lugar, que parece ser solo una casa. El almuerzo transcurre y pienso en las “tonaditas para la hora del té” de las que me hablaba Margot, tonadas que se cantaban para las señoras mientras tomaban el té. “Aquí serían tonaditas para el almuerzo”, pienso para mí.
“Los pantalones, los pantalones
Los pantalones ¡que grandes están!
Se me suben, se me bajan (el público se levanta y vuelven a sus asientos)
¡Se me meten en la raja! (gritan todos en el público junto al músico)
Y ya no puedo ni caminar”
Cantan junto a María Esther Zamora, Pepe Fuentes y otros músicos, se presentan como la banda “Ritmo y Vejeztud”. La música parece atravesarlo a uno, se siente en el pecho palpitante, en las manos inquietas y en los pies bailarines. Todos corean el “Lávatela con shampoo” de Pepe Fuentes, quien la canta con una resonancia que impresiona a pesar de su avanzada edad.
Nuevo cambio de músicos, empiezan las cuecas. Los panderos roncos parecen embriagar más que el vino. Se escucha el 6 por 8, como dicen los cuequeros, con una fuerza abrumadora. Son las 5 de la tarde y el local del almuerzo se convierte definitivamente en una pista de baile. Los músicos en la tarima cantan con gran ánimo. Los panderos suenan fuerte, pues no son solo los de la tarima quienes tocan y cantan, el público desde sus mesas tañe, toca las cucharas y, de los bolsos, saca panderos para acompañar este sonido de Chile, tan chileno cuando es pueblo, tan lejano gracias a su forma de enseñanza y su imposición desde un ideal de nación.
Quienes están en el escenario, disfrutan viendo a la gente bailar y cantar con ellos. El arte, la música, aquí es para todos, no sólo para quién la ejecuta ni sólo para quien la escucha. Los músicos parecen estar al servicio de los bailarines, sin embargo, quien pone atención nota que hacen música en comunidad, son uno con los de las mesas que cantan y percuten, con quienes bailan y hasta con quienes cocinan. “Este ambiente no se da en un teatro”, pienso para mis adentros, agradeciendo estar en la picá' tomando vino y oyendo la música. La tarde se va, cuando salgo de aquella casa, ya a oscuras, la música no ha terminado, suena a mis espaldas mientras me alejo tambaleándome un poco.
Pasacalles por Malloa.
Salimos temprano de Santiago con las pantys puestas. La música en el bus no falta, canta una agrupación y canta otra. Los Ruiseñores, tuna que nos invita, son los que más ánimo nos dan a los asistentes. Cantamos todo el camino y al llegar comemos un desayuno en conjunto con gente del departamento de cultura de la municipalidad.
Ya comidos e instalados comienza la función. Salen las tunas a rondar por las calles de la comuna para invitar a la gran gala que se realizará en la noche. En el camino, las agrupaciones cantan y bailan, separadas unas de otro en repertorios, pero unidas en el espíritu y alegría de las tunas. La gente sale de sus casas para escuchar la invitación cantada, a ratos bailo capa mientras mis hermanos cantan, los que tienen pandero bailan y se acercan a la gente a hacer mil piruetas e invitarlos al evento. El recorrido termina en la plaza de armas del lugar, frente a la iglesia, pero la música no termina. Algún tuno comienza a cantar:
“Tanto me gusta el vino
Y toda la parranda, y no sé que hacer
Para enamorar a esa pérfida mujer”
Reconociendo la invitación, todos nos ponemos en círculo alrededor de la fuente, y comienzan a salir coplas de una y otra boca, todas las agrupaciones están en el ruedo cantando en un momento que parece no tener fin e ir avanzando en el contenido de lo picaresco a lo grotesco de las coplas, que salen de boca de hombres y mujeres. Las risas son estridentes y la música cesa para irnos a la casa de la cultura, donde nos darán almuerzo y, por supuesto, la comida se acaba rápido. Tal vez ya no somos sopistas pues cantamos no cantamos a cambio de sopa, pero su hambre parece haber quedado en el espíritu de quienes participamos de esta tradición.
El almuerzo termina, y la música vuelve. No faltan las cuecas, los pasodobles, los éxitos de la Nueva Ola, boleros y otros ritmos. Los encargados de la municipalidad presentes cantan y ríen con nosotros. La mesa parece de “té club”, larga y llena de cosas, pero principalmente, llena de personas que cantan, ríen y conversan. Partimos a un nuevo pasacalle, esta vez por Pelequén y otros villorrios de la comuna. La música invade las calles y la gente se asoma, a veces tímida y a veces intempestiva, a ver las tunas pasar. La gente nos pregunta qué hacemos, y nosotros los invitamos al evento de la noche. En el bus que nos transporta la música no para, el canto está en todas partes. Llegando nuevamente a la casa de la cultura debemos parar, es importante pues debemos guardar energías para el escenario. ¿Estando la música y el ánimo tan altos, nos faltará la energía?
La cruz de mayo de Los Chacayes.
La guitarra parece invitar al trance, los cantores mueven el pie o se mecen junto con el ritmo del acompañamiento musical. La afinación y sus notas pedales parecen ser los causantes de ese estado. Con temor, al terminar la velada, pregunto por la posibilidad de cantar en el último fin de semana que se celebrará la Santa Cruz. “La sangre joven siempre es bienvenida”, me dice el de más edad, dándome su anuencia que es corroborada por los otros cantores. Los nervios me comen mientras espero la llegada del día, no me sé ningún verso de memoria, debo leerlos y me preocupa que los cantores no me crean digno de estar junto a ellos.
El día temido llega, y cantamos por salutación, saco un verso de mi autoría que sorprende a los cantores, a pesar de que mi voz no me acompaña por los nervios y no me deja tomar la entonación. “Hay que cantar nomáh ‘eñor”, me dice uno de ellos, “échele pa’lante que lo importante es cantar con el corazón”. Sus frases me calman los nervios. Cantamos varias ruedas en la mañana, primero por salutación, luego por la Virgen María, por Padecimiento, por La Muerte, por Genoveva, por Moisés, por Patriarcas y muchísimos funda’os más. La Biblia del Pueblo es mi fiel compañera y no me falla para sacar versos por los funda’os que piden los cantores. Las entonaciones van cambiando, de fondo hay gente que reza dentro del templo de la Santa Cruz, y afuera se cocina y se prepara el canto y la danza de los chinos, todo con una gran fe por parte de los presentes, incluyéndome. La fe popular me llena más que cualquier iglesia o religión.
Tras el almuerzo voy a ver a un amigo cantor que está enfermo, y a la vuelta empieza de nuevo el canto a lo divino. Logro el trance. Mientras los cantores echan sus versos al aire, comienzo a entender el movimiento corporal pues inconscientemente lo empiezo a realizar mientras que la imagen de la cruz, con las luces apagadas e iluminada solo por las velas gracias a un corte de luz, me parece un sueño. Leo de reojo los versos, puesto que mi atención está en la música y en la cruz, escucho a los otros cantores, siento sus energías, todos estamos para la cruz. Nuestra atención se dirige al altar y pareciera que la música nos empujara hacia él. Al fondo, en el frío y la oscuridad unas mujeres rezan rosarios agradeciendo y encomendándose a la Santa Cruz. El ambiente parece mágico y la música invita a los presentes a entrar a dicho espacio. La guitarra y su sonido retumba en todos, es una sola, con cuerdas metálicas o “de alambre, pa’ que cante más bonito”, como dijo uno de los cantores. Todo el mundo parece haberse detenido y haber vuelto en el tiempo, a aquellas noches de vigilia en que mis compañeros eran jóvenes. La noche afuera está helada, pero dentro parece no haber frío, la comunidad devotamente termina la jornada con el último verso, “por despedida”, y con el silencio de la guitarra.
En el Teatro Municipal de Santiago.
Las luces se apagan y el público queda en un silencio sepulcral. Sólo se oye algún carraspeo o tal vez una tos anónima entre el gran público. Desde el palco observo cómo el telón comienza a abrirse, a lo que el público aplaude de inmediato: la función empezó. Las luces junto con la escenografía, más bien minimalista que barroca, parecen transformar el escenario en otro mundo. Nadie habla, nadie aplaude, todo el publico está absorto con suma concentración mirando el escenario en donde se desarrollan todas las acciones. Parecen estar hipnotizados por las imágenes que se presentan, en vivo y en directo, y que parecen sacadas de alguna película o documental.
El público no parece estar presente y solo cuando termina la función y las luces del escenario se apagan, el público comienza a aplaudir furiosamente. En el escenario, cantantes y bailarines reciben el aplauso con un notorio cansancio en sus cuerpos, aunque sin dejar de sonreír a aquel público que no deja de celebrar lo que acaba de ver. Desde el foso, donde se encuentra la orquesta, sube el director al escenario, el aplauso cobra más fuerza. Algunos aplauden de pie, demostrando que han quedado maravillados con las interpretaciones observadas, otros desde sus asientos con más y menos entusiasmo. El telón se cierra, y los aplausos siguen. Éste se vuelve a abrir mostrando nuevamente al elenco, esta vez acompañado de los directores de tramoya, vestuario, maquillaje e iluminación. Los aplausos reanudan su fuerza e incluso, desde lo más alto de la galería, desde aquellos asientos que no logran observar del todo el escenario, pero sí pueden oírlo, se escuchan algunos vítores con silbido. El telón se cierra y se vuelve a abrir por última vez mientras los aplausos no paran. El público está maravillado por lo que vio y escuchó.
Los artistas sólo hacia el final salen de sus personajes, vuelven a ser humanos como quienes los aplauden. Ya nos son instrumentistas totalmente concentrados, cantantes y bailarines transformados en personajes. Esta vez son ellos mismos, ante el público, y sus sonrisas demuestran el agradecimiento por el cariño que reciben. “El trabajo estuvo muy bien hecho”, me comenta un hombre que aplaude junto a mí, “el director realmente sabe hacer su trabajo”. Para mis adentros pienso en aquel director, si bien hace bien su trabajo y no lo discuto, los músicos, los cantantes y los bailarines también lo han hecho muy bien y saben hacer su trabajo; Por esto, pienso para mis adentros: por más bueno que sea el director, sí el elenco no lo es, el espectáculo no resulta de buen nivel.
El público comienza a retirarse, las luces se han encendido y, aunque el teatro es increíblemente bello, parece haber perdido la magia que tenía mientras las acciones se realizaban en el escenario. Se escuchan conversaciones, risas e incluso carcajadas, murmullos y creo reconocer el llanto de un niño entre el bullicio ¿habrá estado en la función? No lo oí llorar ni hablar antes. El teatro ha perdido el silencio y pareciera que los asistentes están ansiosos por salir a contar lo que han visto. Las luces de la calle, iluminando al nunca oscuro centro de Santiago, me parecen más misteriosas tras esta experiencia.
Reflexiones.
¿Qué tienen en común estas cuatro experiencias? Sin duda “la música” es la primera respuesta que se me viene a la mente, pero ¡Qué versátil es la música! En las cuatro oportunidades ha estado presente, generando en los oyentes una relación particular. Me atrevo a decir que, en las cuatro oportunidades, tanto quienes ejecutan la música como quienes la reciben, son parte de una misma comunidad que se genera sólo dentro del espacio en que están, y que tras desligarse de dichos espacios (una capilla, una plaza, una picá’, un teatro) parecen no estar en la misma comunión. Es cierto que tras el almuerzo en la picá’, o tras la celebración de la Santa Cruz, muchas veces los asistentes se despiden como si fueran familiares; sin embargo, tras salir del teatro, o al acabarse la música en una plaza, el público rara vez vuelve a encontrarse, más aún cuando los asistentes a alguno de estos dos tipos de música son sumamente numerosos. Los músicos, ya sean cantantes y ejecutantes o solo uno de ambos, al haber actuado en una plaza o en un teatro, rara vez podrán interactuar con el público con quien formó una comunidad durante su presentación; en contraste con los músicos de una picá' o de una festividad religiosa donde los músicos y su público se relacionan de una manera más estrecha.
La música permite el encuentro de personas de distintas edades, distintos orígenes y distintas cosmovisiones, sin embargo, algo tiene que produce unidad en quienes la escuchan, les guste o no el género musical o tipo de música que han recibido.
Cuando canto para mí, encerrado en cuatro paredes, no puedo evitar recordar a aquellas cantoras de las que me contaba mi maestra, que “cantaban para pasar sus penas, o para alegrar un poco la vida”. En la soledad de mi pieza, mientras repaso el repertorio para luego cantarlo en público, una parte mía deja salir una emocionalidad que probablemente no estará presente al presentarla ante alguna concurrencia, pequeña o grande. En este espacio, soy consciente de la forma en que proyectaré la voz, la intención que le quiero dar para transmitir un determinado mensaje. Son ensayos personales donde sólo yo puedo corregirme y, a ratos, son espacios donde la música me sirve como mensajera del alma. Recuerdo al padre de una amiga cantando entre sollozos en el funeral de su mujer; recuerdo a los padres de un amigo llorando al bailar un bolero, las frases “detén el tiempo en tus manos, haz de esta noche perpetua, para que nunca se vaya de mi” fueron las detonantes de aquellas lágrimas sabiendo la cercanía de la muerte.
La música es un rito colectivo, sin duda. Quienes la ejecutan la sienten de una determinada manera al igual que quienes la perciben. Por algo dice Lévi-Strauss que la música sustituye al mito en la sociedad moderna, pues nos ayuda a percibir el mundo y a nosotros mismos de una manera totalmente distinta en cada experiencia, uniéndonos y alejándonos los unos a los otros en base gustos y sentimientos.
Entonces, ¿qué es la música? Desde estas experiencias y estas reflexiones puedo decir que es un rito, un medio por el cual el ser humano encuentra respuestas sobre el mundo a nivel racional y emocional. La música nos permite comprendernos y sentirnos en comunicación con quienes la compartimos. Músico y público comparten el gusto por este quehacer tan único e irrepetible puesto que, como conversamos tantas veces con la maestra Margot Loyola, la grabación repite una interpretación en particular, desarrollada en un momento específico, en un contexto específico, por lo que su intérprete en vivo, en un tiempo y contexto real y no estático como el de una grabación, no será igual. Tal vez sea parecido, pero nunca igual. La música entonces es un proceso diacrónico que va mutando con el paso del tiempo tanto en quienes la escuchan como en quienes la interpretan puesto que, a cada pieza, a cada tema, tanto el oyente como el intérprete le adjudicarán un mensaje, un significado distinto cada vez que lo vuelvan a oír o interpretar. Como dijo Carlos Chávez, la música es comunicación. El receptor es el oyente y el mensajero es el intérprete, quien puede ser el mismo creador del mensaje, o bien un mediador entre el creador y el receptor, pero que a la vez decide el porqué interpreta determinado tema y no otro.
Para terminar estos desvaríos, me atrevo a decir que la música es un rito sumamente social, puesto que siempre requerirá de un receptor, inclusive cuando es su mensajero el mismo receptor permitiéndole comunicarse con lo más profundo de su ser, y que inclusive cuando es practicada en soledad, la música posee un contexto social, pues quien la practica en soledad sabe que algún día, por abecé motivo, podría ser escuchada por un otro.
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